jueves, 22 de marzo de 2012

Una Carta a mi Amante. (Relato Corto)

París, 24 de julio de 1942.

Mi antiguo amor,

Te escribo mirando la majestuosa Torre Eiffel que tanto te gustaba para dejar en un pequeño café con esta hermosa vista la presente carta. En parte por lo que te había dicho anteriormente –me refiero a la vista que solía agradarte tanto- y por otro lado porque no podría haber escrito estas duras pero sinceras palabras, sin la ayuda de un buen café con 1 de azúcar y 2 de crema y un buen cigarrillo, que me ayudaría a evocar bocanada a bocanada tu desvanecido recuerdo.
Admito que era joven, y que en parte dicha inmadurez permitió vivir lo que vivimos. Me refiero mi querido ex amante a aquella pasión febril, marcada por un romanticismo barato de alguien que apenas entra a la adolescencia y el encanto por esto de alguien que a regañadientes sale adultez. A aquel ímpetu de escoger lo equivoco y lo mas inconveniente por parte mía y de rejuvenecerte con mis escasos años por parte tuya. A ese instinto de peligro o bien a aquella dosis de adrenalina almidonada con miedo, sazonada con vestigios de inocencia y con una pisca de perversión. Algo tan jodidamente extraño –y no por eso malo- como lo que vivimos en esa pequeña franja de tiempo en la que los libros donde se guardan los capítulos de nuestras vidas, fueron escritos por el mismo autor.
Fue pequeño ese lapso, lo sé. Pero fue suficiente el tiempo para truncar un plan de vida construido sobre la base de presupuestos sociales normales. Lo fue para volcar el sueño de una joven de clase media con no más aspiraciones que conseguir un buen marido y tener tantos niños como Dios le regalase, a una vida bohemia constituida por un mundo no evidente para una sociedad que parece más podrida segundo a segundo.
Es que contigo… contigo aprendí de todo. Aprendí a educar mí oído para melodías sofisticadas y no solo a tres canciones que te asegurasen un marido decente. Me enseñaste a su vez a leer para saber distinguir entre lo obvio y lo que en realidad era bueno. Me enseñaste que se podía transmitir más de una cosa en una simple oración y que siempre hay que ver más allá de lo evidente.  No obstante, creo que tu legado más grande siempre será el haberme enseñado a escribir.
 Y eso fue porque intentaste seducirme con la literatura pero acabaste mandándome a la osadía de atreverme a escribir. A revolucionar mi mundo al punto de hacerme ver que incluso una mujer como yo podía hacerlo. Es por esto que puedo decir sin temor a exagerar mi antiguo concubino que siempre agradeceré el haberme despertado el amor por decir lo que siento a través de la palabra escrita. Gracias a esas charlas vespertinas en aquellos cuchitriles parisinos hediondos de licor barato, cigarro, coca y hachís conocí tanto el amor por el leer y escribir, como el amor por el hombre y el intelectual que solías ser.
Gracias también aquellos pestilentes cuartillos en la casa vieja color hueso en Montparnasse donde solíamos pasar la noche Mon chéri aprendí el oficio de escribir –que aún sigo pensando que es incluso más antiguo que la prostitución.- que me permite ganarme la vida ahora en mi adultez de manera módica y a su vez de tener una válvula de escape ante este podrido mundo. Recuerdo con dulzura ese colchón mal oliente con mas huellas que un mapa en donde a su vez tú y yo solíamos jugar al cadáver exquisito.
Desconocidos son aun para mí los motivos por los cuales un día como cualquiera te borraste de la faz del mundo. No me explico ¿cómo? y ¿bajo que circunstancias? Lo único que sé, es que te fuiste con el maestro y eso fue porque me lo dijeron unos pintores del movimiento cuando he cambiado sus verdades por porros. Algunos años más tarde me entere que te fuiste a un país de América llamado Brasil y que has tenido un hijo que secretamente siempre he deseado que fuese mío. Tanto ha sido el tiempo y tan fugaces las noticias que solo me he enterado que te fuiste a España a pelear una guerra que no es tuya y una que otra cosa de tus trabajos. Sin embargo, la verdad más amarga Mon amour es saber que me habías olvidado y que me has cambiado por una pintora. Esa a la que dicen que le tienes un amor casi que obsesivo y que ha sido tu amante largo rato. Supiera ella que primero fue lunes que martes y que no ha sido la única que ha sacado tus verdades, ha escuchado tus lamentos y ha expiado tus culpas.  No obstante,  saber qué esperas que tu mujer –la madre del bastardo que debiera ser mi hijo y con quien se te casaste más por deber que por amor- se muera para hacerla tu esposa me ha hecho saber por fin que me has olvidado. Atrás desdibujado en tu mente y corazón debía haber quedado la muchachita larguirucha, escuálida, de ojos grandes y de cabellos color ceniza a quien sedujiste con el arte.
Sabes que no era y no sigo siendo una mujer celosa.  También siempre supe que en tus delirios inducidos estabas con otras mujeres y que yo en los míos estaba a su vez con otros hombres. Eso no nos afectaba amor mío porque yo sabía que tú siempre volverías a mí. A besarme, a tocarme y a enseñarme. Yo era tu niña,  una mocosa de escasos años pero capaz de callarte con dos frases cuando me lo proponía. Pero ¿sabes? eso ni siquiera eso se comparaba al hecho de ser tu musa. Es por ello que me ha dolido lo de la pintora, ya que ahora entiendo que la mujer que inspirado tus obras todo este tiempo he dejado de ser yo hace largo rato.
Sea como sea y a razón de este escrito debo ponerle fin al mismo. Esta es una carta de adiós. Es a su vez, un método de catarsis. Una especie de exorcismo de conciencia; digamos que una forma de expiación de mis culpas plagadas de recuerdos y champaña rosada.
Los amores febriles tienden a contribuir a esto. Ayudan a que pasados 19 años desde nuestro último encuentro yo aún añore, de vez en cuando que estés aquí así sea para ver como tu pluma se desliza en las hojas arrugadas, amarillas y baratas. También contribuye a que yo sienta ese deseo tan abrazador que me recorre de vez en cuando y de cuando en vez, al rebuscar las viejas servilletas que tengo guardadas con aquellos poemitas inéditos tuyos que solías dedicarme. Lo hago para consolar mi alma dolida de no haber podido despedirse y terminar las cosas como se debe de frente, cara a cara y con las lágrimas rebosando.
Al no tenerte aquí, creí que este escrito era la mejor manera de decirte el bache que eres en mi libro. Suelo pensar en ti como la página en blanco que no dejó terminar el capítulo de un libro que siguió su curso pero que siempre se devuelve a este para ver si puede continuar ese tema inconcluso. Esta carta es una forma de curarme moralmente y de poder decir que esto se ha acabado por fin. Que a partir aquí dejas mi alma libre de purgar una pena que parecía no tener cuantía y por la que no he podido avanzar nunca más.
No creas que te guardo algún rencor. No te odio, en realidad te sigo amando pero también quiero ser feliz.
Es por eso que cuando termine de leer este escrito las veces suficientes como para sentirme libre de tu recuerdo, tomare aquel mechero viejo que usabas años atrás cuando solo era una mocosa y la quemare. Entonces, arrojare sus cenizas al viento y espero amor mío que estas algún día… lleguen a ti.

Siempre tuya,

P. A.

1 comentario:

  1. Hola, Andrea :)

    He llegado a este blog por medio del que tienes de Derecho. Casualmente, también soy estudiante de la misma carrera y soy absolutamente fanática de la literatura, ya con buenos años de experiencia como escritora (pequeños proyectos, has de imaginar). Me agradó mucho el estilo de tu escrito; luego me gustaría venir a leer algo más. Tienes una buena esctructura, bastante sólida y llega intencionalmente a donde se propone. Lo haces bien :D Sí! Jejejeje....

    Tal vez en el futuro podamos crear una alianza y escribir juntas :) Sería divertido. No dudes en escribirme o pasar a visitar mis blogs.

    Un gran saludo!

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